“Lo bueno de tener un hijo subnormal es que no tienes que preocuparte de que te lo roben. Lo malo es que es subnormal”
Esta frase da comienzo a la película “Espíritu Sagrado” de García Ibarra y, de alguna manera, presenta a los personajes que veremos en pantalla. En efecto, la película trata sobre las creencias de un grupo de tontos, de ilusos, de subnormales, que están convencidos de que se avecina una aparición extraterrestre que cambiará el destino de la humanidad. Durante toda la película veremos a este grupo de idiotas buscando estúpidas explicaciones para los fenómenos cotidianos, enseñando sus estúpidos tatuajes de abducciones, usando estúpidos alias como “cosmic faraón”, dando estúpidas respuestas a estúpidas preguntas, sacándose estúpidas selfies frente a la tumba del maestro que los instruyó en las estúpidas teorías de la vida extraterrestre (y que ellos, a causa de su enorme estupidez, tomaron como norte, a falta de otra brújula que le dé sentido a sus estúpidas vidas).
Sin embargo, son pocas las veces que la película se contagia de esa estupidez de la que es testigo. El realizador toma distancia de esos personajes fríos, inexpresivos, torpes, a través de una sucesión de planos fijos rigurosamente pensados y de una evidente prolijidad que no podrían encontrarse más a las antípodas de los ridículos pensamientos de sus retratados. Se genera así un distanciamiento entre el representante y lo representado que conduce invariablemente a la risa. Pero, como diría alguna irritante maestra jardinera, esa risa no se genera en complicidad con los personajes, sino que se da a partir de ellos. Es la risa que le genera a un escéptico astuto las ideas de un creyente iluso. El autor parece estar mirando a sus personajes desde arriba del “banquito” de la razón.
Son muy pocas las veces en las que el director se rebaja a la altura de sus personajes y, paradójicamente, esas secuencias constituyen los puntos más altos de la película. Esto sucede, por ejemplo, cuando por un motivo que en un principio desconocemos, José Manuel, protagonista de la película y ferviente creyente de la teoría alienígena, se dirige hacia el monte. José Manuel pasa por debajo de un puente rutero y la cámara, por primera vez, se independiza de su fijeza calculada y arremete con un zoom in. Paralelamente comienza a sonar una música incidental, que nos hace acordar a las estridentes composiciones de las películas de Carpenter. Acto seguido y gracias a la notable desprolijidad que solo un idiota podría poner en pantalla, vemos un travelling hecho con una cámara en mano que acompaña torpemente el caminar de José Manuel por el monte. La cámara se mueve desprolija e incluso se cuelan unos flares que trazan una molesta diagonal en la imagen. La música es interrumpida repentinamente por el sonido de unos pasos y José Manuel abandona el encuadre despavorido. Luego de unos segundos de encuadre vacío, vemos pasar a un grupo de trekking con sus varillas y sus remeras combinadas. Hacen un largo trecho y cuando se pierden por el horizonte, José Manuel vuelve a la pantalla y la música incidental vuelve a sonar. Aquí vemos como la película abandona su calculada puesta en escena y comienza a contagiarse de la torpeza y la estupidez de los movimientos de su protagonista ¡Ay! ¡Dichoso sea el poder de los idiotas! ¡Qué puede ver un tercer ojo en los bordes de un túnel! ¡Qué pueden ver los peligros del mundo que se hallan detrás de un grupo de trekking! ¡Qué pueden transformar a la música en la más honrada cara de la estupidez!
Hay otro personaje en la película que nunca parece ser mirado desde arriba. Se trata de Verónica, la sobrina de ocho años que José Manuel está preparando para ser entregada a las fuerzas intergalácticas, y es, por escándalo, el más gracioso y profundo personaje del film. No solo por la comicidad de todas sus astutas y tiernas intervenciones, sino porque también, al no ser tratada como una simple idiota, el personaje adquiere una credibilidad que el resto de los personajes no podría tener. En una escena, una suerte de chamán caucásico da una ridícula conferencia para un selecto grupo de creyentes. Durante el speach se corta cuatro veces a primeros planos de los espectadores. Tres de estos escuchas son ciegos aduladores, sus miradas nada denotan, nada generan, más que una sobria y condescendiente atención. El último de estos primeros planos está dedicado a la niña. Su mirada boquiabierta no puede ser codificada de manera unívoca. En ella se mezclan el asombro y la incredulidad, la maravilla y el desconcierto. El corte abrupto a esa expresión genera una risa automática, pero amiga. Cuando el director parece observar a sus personajes desde arriba, apaga la chispa de su mirada. Solo cuando ve a alguien como un igual parece otorgarle la posibilidad de la mirada, en su intensa y misteriosa naturaleza.
«Espíritu sagrado” tiene entonces más de un acierto, pero generalmente estos se dan cuando la película va en contra de sus supuestos, cuando se rebaja a pensar como un idiota o como una niña, cuando se desprende de su rigida estructura “de calidad”. Cuando no ocurre esto, se vuelve una película fría y distante que, al final, se transforma directamente en un relato de la crueldad. La idiotez pasa de la exposición a la criminalización. La película utiliza el relato de la ciencia ficción sólo para posibilitar algunas de sus más absurdas y bellas imágenes pero, a la hora de la verdad, la desestima. “Espíritu sagrado” parece, entonces, la historia de un enfrentamiento: el de un director ateo en contra de unos personajes que le gritan en la cara “I want to believe”.