Licorice Pizza (Paul Thomas Anderson, 2021) x Theo Fernández

¿Qué sería del cine sin las caras? Desde la invención del primer plano, los rostros y el cine han formado una alianza que se ha ido fortaleciendo, embelleciendo y complejizando con el pasar de los años. La cara de piedra de Keaton, los ojos saltones de Bette Davis, la mirada seductora de Humphrey Bogart, el temible rostro de Bela Lugosi son solo unas de las tantas relaciones amorosas de “cámara-rostro” que se han ido tejiendo a lo largo de los años y que fueron proyectadas, altaneras y también algo orgullosas, en las grandes pantallas de cine. 

Muchos años han pasado ya de esos primeros amores y, como es usual, los años vienen con cambios y los romances suelen ir extinguiéndose poco a poco, a veces de maneras casi imperceptibles, hasta que un día abrís los ojos y ese amor no está más allí. Hoy, gracias a las estrellas emergentes de Hollywood y a los avances de la tecnología CGI , la relación cámara-rostro se ha empobrecido. Podríamos poner una foto de Emma Watson al lado de una de Kristen Stewart y otra de Margot Robbie y jugar a encontrar las siete diferencias entre ellas. Los roles principales de las películas contemporáneas parecen estar tomados por las mismas caras de porcelana, sin ninguna particularidad, que hunden a la relación cámara-rostro en una mismidad que es tan linda como insulsa. Los rostros “particulares” son condenados a roles secundarios, cuando no completamente fabricados por computadora. Esto se ve bastante en las películas de superhéroes, donde siempre aparece algún adorable y digital amigo hecho con CGI para alivianar la trama y mostrar una cara distinta.

La película de Paul Thomas Anderson, “Licorice Pizza”, busca revivir esa vieja relación romántica entre la cámara y el rostro y, junto a ella, toda una forma de hacer películas que hoy parece estar olvidada. Tomemos como ejemplo de esto la primera cita entre los protagonistas, Alana (Alana Haim) y Gary (Cooper Hoffman), en el bar “Tail o’ the Cock”. Los chicos conversan, se seducen, o al menos Gary lo intenta, en una serie de planos contraplanos. La puesta en escena parece bastante simple: dos rostros enfrentados, hablándose el uno al otro. El valor de plano no varía en absoluto, más allá de la inclusión de alguna referencia de una porción de la nuca o del pelo de alguno de los actores. La conversación avanza, la puesta se mantiene igual y en un momento Gary arremete con una frase valiente, diciéndole a Alana que nunca van a olvidar el momento en el que se conocieron o alguna melosidad parecida. El corte al plano de Alana llega inmediatamente después del final de la frase de Gary. Y no hay más que su rostro. Sus ojos apagados, sus pequeñas ojeras, su nariz puntiaguda, su boca levemente abierta que enseña, como avergonzada, la punta de unos dientes blancos. El rostro silencioso de Alana llena el plano. Lo llena de orgullo vulnerado, de leve vergüenza, de amor secreto. La relación cámara-rostro revive y el espectador es testigo de una verdadera presencia cinematográfica.

Hay un momento en el que la película de Paul Thomas Anderson se muestra autoconsciente de este procedimiento y este es, sin dudas, en la entrevista que Alana y Gary tienen con la cazatalentos Mary Grady (Harriet Sansom Harris). Mary no para de hablar de la cara de Alana. Una cara que ella misma describe como un “feroz pitbull inglés con una nariz muy, muy judía”. Y la cámara de PTA no para, a su vez, de acercarse a la cara de Mary. Y de a poco vamos descubriendo en sus ojos el vicio de haber encontrado (como nosotros) el rostro de una nueva estrella y también vemos cómo la emoción se va apoderando de sus cachetes mofletudos, que comienzan a vibrar como una silla masajeadora, mientras su voz va creciendo y creciendo en intensidad. Si antes PTA nos había mostrado el rostro del amor, ahora nos enseña como se ve el rostro de la comedia.

Pero no son solo estas virtuosas relaciones cámara-rostro las que PTA recupera en su “Licorice Pizza”. El director también incluye recursos que en la actual narrativa hollywoodense (algo absorbida por las posibilidades que brinda la nueva tecnología digital, fabricando zooms, movimientos de cámara y hasta incluso decorados enteros por computadora) no suelen verse tanto: el uso del plano secuencia, los grandes travellings laterales, las coreografías internas del plano, la película 70mm, etc. Esto, sumado a que la película transcurre en unos años 70’ de ensueño, permite colar, entre el pomposo festejo de la cinefilia, la sombra de una duda: ¿está, el autor cinematográfico que se precie como tal, condenado a mirar al pasado para hacer una película? 

Y es que la película, a pesar de todos sus aciertos, termina por erigirse como un gran acto de nostalgia. De alguna forma, “Licorice Pizza” narra la nostalgia de un director que recuerda su platónico romance con lo que el cine alguna vez fue. Y sino pensemos en el final del film, donde PTA trabaja con el recurso angular que posicionó a la cinematografía estadounidense en el centro de la Historia de la disciplina: el montaje paralelo. Alana y Gary se desencontraron y ahora corren por las calles angelinas, buscándose desesperadamente. Al alternar las imágenes de las corridas de uno y otro, el espectador se da cuenta de que ambos se dirigen a la misma dirección. Allí van los enamorados, destinados a encontrarse. Y finalmente lo hacen. El montaje paralelo de los corredores converge en la puerta de un cine, con sus brillantes carteles de neón auspiciando películas memorables ¿Acaso no es obvio? ¿Acaso no es grasa? ¿Acaso no se parece bastante al amor?

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